martes, 20 de noviembre de 2007

EL ORIGEN DE LA HISTORIA




1. Un paso adelante:

Nosotros, los cuentacuentos, solemos ser voraces devoradores de historias, oyentes atentos de otros narradores que nos enseñan el placer de navegar por sus mundos, más o menos fantásticos, pero siempre emocionantes. Hasta que un buen día, sin saber bien porqué, si por afán de corresponder o por necesidad de compartir, decidimos dar un paso más allá y mostrar a los demás un territorio que sabemos inexplorado: Ese universo que todos llevamos dentro, tan igual y a la vez tan distinto al de cualquier otra persona.

Cada uno de nosotros vive una vida distinta a la de los demás, con sus propias experiencias que, aunque en definitiva puedan ser englobadas para su estudio por las ciencias humanas y sociales dentro de categorías específicas (la infancia, el primer amor, la muerte de un ser querido), están hasta tal punto mediatizadas por las circunstancias personales (la clase social, el mayor o menor atractivo físico, el país, pueblo o ciudad de origen) y por el propio temperamento que dan lugar a que la biografía de cada persona sea tan diferente a la de otra como las huellas digitales y a que cada uno de nosotros tenga una manera particular de ver la realidad. Y es en el mismo momento en que decidimos mostrar al mundo nuestra historia, o lo que es lo mismo, el significado de la Vida desde nuestra perspectiva personal, cuando nos convertimos en cuentacuentos, y desde entonces debemos aplicarnos en transmitir esa imagen personal del mundo del modo más eficaz posible.

Sin embargo, todos somos conscientes de que explicar todos los hechos de nuestra vida y sus implicaciones, punto por punto, desde el nacimiento (o incluso desde la concepción) hasta el momento actual, incluyendo todo lo que hemos aprendido, todo lo que hemos sentido, todo lo que hemos amado u odiado, es punto menos que imposible y, además, innecesario. De lo que se trata es de reducir todo eso, o al menos los aspectos concretos de nuestra experiencia que consideramos dignos de transmitir a los demás, a un formato narrativo manejable (un cuento, una novela, un guión…) que produzca en el lector u oyente una emoción específica y exprese una visión del mundo acorde con nuestro propio punto de vista. Y para conseguirlo tenemos que hacer un examen de nuestro mundo interior y elegir una de las historias que contiene, de la misma manera que elegiríamos un cabo de hilo para empezar a desenredar la madeja

Surge entonces la primera dificultad: ¿Por donde empiezo?, nos preguntamos. ¿Qué historia puedo contar yo que interese realmente a un público desconocido?

2. Originalidad o plagio:

Hay personas que, por su carácter o circunstancias, tienen una vida llena de acontecimientos insólitos o desusados, de tal modo que quizá bastaría con escribir literalmente su autobiografía, o algún capítulo de ella, para llamar la atención de cualquier posible lector. Pero eso no es lo más frecuente. Lo normal es que los cuentacuentos seamos personas corrientes y molientes, con una vida similar a la de cualquier otra persona de nuestro medio social y condición física, y que nuestra historia responda, en definitiva, a un prototipo que ya ha sido explicado hasta la saciedad. Y aunque efectivamente fuéramos uno de esos seres extraordinarios o pintorescos a los que antes nos referíamos, no tendríamos garantizado que nuestra historia fuera original.

“Lo que no es tradición, es plagio”, dice el adagio. Cualquier historia de amor puede equipararse a Romeo y Julieta, a Don Juan Tenorio, a la historia de Sansón y Dalila o al mito de Orfeo y Eurídice. En toda relación padre-hijo hay ecos del mito de Edipo, de Abraham e Isaac, del Rey Lear. Todos los hermanos tienen algo de Caín y Abel. Y así podríamos seguir indefinidamente. No importa el tema que elijamos: los celos, la codicia, la soledad, la envidia, la solidaridad, etc., etc. Seguro que en el acervo cultural humano encontramos algún antecedente. Y eso es así porque los sentimientos y emociones humanas nunca cambian. Por eso, la pretensión de no plagiar, de ser radicalmente original, no es sino una declaración de soberbia y de ignorancia. De hecho, la recreación de historias conocidas, de mitos clásicos y de antiguas leyendas, ha sido, desde la antigüedad romana hasta la actualidad de los estudios de Hollywood, una de las técnicas de creación más utilizadas por los cuentacuentos.

¿Y que sentido puede tener escribir de nuevo una historia conocida? Pues sencillamente que, al reescribir una historia, la transformamos según nuestra propia interpretación subjetiva, basada en nuestras experiencias y criterios. Si cambiamos el espacio y el tiempo en que se desarrolla; la contamos desde otro punto de vista; variamos las descripciones y los diálogos; transformamos las intenciones de los personajes y hasta alteramos sustancialmente el final, la historia pasa a ser nuestra, por más que el argumento no haya sido inventado por nosotros. Como dice Enrique Páez, “desde el momento en que una misma realidad pueda ser interpretada de distintas maneras, y todas (o algunas de ellas, al menos) sean válidas, oportunas, o aporten alguna luz a esa realidad, una misma historia se volverá a escribir cuantas veces sea necesario para verla desde todos los ángulos posibles”.

Una historia no es sólo lo que se cuenta, también la forma de contarlo. La interacción entre el contenido (el tema, los personajes, las ideas) y la forma (la selección y la organización de los acontecimientos, la ambientación, el tono) revelará la visión del mundo del autor, su percepción del como y el porqué de las cosas de este mundo: Ahí radica la originalidad de un texto, lo que hace que sea diferente de otro. Así, aún cuando empecemos a escribir sobre un tema ya conocido, tradicional o clásico, incluso aunque nos parezca repetitivo o recurrente, el resultado puede ser una narración nueva, distinta, original, en suma. De tal manera que, aunque en el fondo, como dijo Juan Rulfo, en literatura solo se puede tratar de tres temas -vida, amor y muerte-, las historias que se pueden narrar son infinitas.

3. Fantasía o realidad:

Sólo con bucear un poco en nuestra memoria, podemos encontrar multitud de historias, vividas o imaginadas. Sin embargo, a la hora de escribir, debemos centrarnos sólo en una. No podemos contarlo todo a un tiempo. De modo que tenemos que elegir, de entre todas las posibles, una única historia que refleje nuestra percepción del mundo y que produzca en el lector la emoción específica que queremos suscitar en él. En definitiva, que transmita la sensación o la imagen mental que queramos expresar. Entonces aparece la segunda gran pregunta: ¿Cuál de todas escogemos? ¿Cómo sabemos que historia concreta debemos narrar? ¿Qué criterio o sistema debemos seguir en nuestra elección?

Bueno; esta cuestión no tiene una única respuesta. Depende mucho del carácter y la experiencia del escritor. Charles Dickens, cuyo padre fue encarcelado por deudas, escribió una y otra vez sobre niños solitarios en busca del padre perdido. Las obras de Moliére, crítico de la idiotez y depravación de la Francia del siglo XVII, parecen un catálogo de vicios humanos. Patricia Highsmith, que en sus novelas adopta el punto de vista del criminal, nos dice: “Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo”. Cada escritor, en suma, tiene sus propios valores, creencias y obsesiones, producto de su experiencia vital, y es en base a las nuestras como vamos a encontrar la historia que tenemos que contar.

Todas las historias, aunque se desarrollen en otros planetas o hablen de fantásticos dragones, son en gran medida autobiográficas. Los escritores parten de su propia realidad, se nutren de las experiencias que han vivido, de los sentimientos que han experimentado, y los transmiten a sus personajes para darles vida, credibilidad y autenticidad. Sin embargo, no lo hacen de forma literal, sino que toman los hechos de la vida cotidiana, hechos vividos, leídos, narrados o imaginados, y los transforman en materia literaria. Extraen la esencia, el sabor, la sensación, los motivos de una historia real y la reconstruyen, cambiando las anécdotas, las situaciones, el contexto, hasta que la anécdota primitiva se vuelve irreconocible. Sin embargo, las reacciones emocionales que provoca en el lector la historia imaginaria por ellos elaborada son análogas (al menos idealmente) a las originadas en el escritor por la historia real que sirvió de base. Esto es lo que se llama transubstanciación literaria.

La transubstanciación es conveniente, e incluso necesaria, porque la vida real y la literaria no son lo mismo, tienen lenguajes muy distintos. Un texto no va a transmitir más verdad por ser más preciso en la descripción de hechos y lugares cotidianos, en la trascripción de conversaciones irrelevantes o incluso banales, o en la consignación de fechas exactas o lugares concretos, sino por reflejar las emociones, las intenciones, las pasiones humanas que se ocultan tras esos hechos. Así, a la hora de escribir un relato con base real, debemos estar atentos para, con el fin precisamente de ser fieles a esa realidad, transformar al menos parte de la historia, porque no importa que la historia ahora narrada sea históricamente cierta o no, sino que la sensación que deje al leerla sea similar o equivalente a la experimentada por nosotros ante esa realidad. Por eso, encontrar la historia concreta que cada uno de nosotros debe narrar depende, en definitiva, de nuestra intuición.

4. El germen:

La primera idea, el elemento que nos evoca la emoción o pensamiento que queremos transmitir, ese chispazo que nos hace decir: Aquí hay una buena historia, puede surgir de cualquier sitio. Puede ser algo que escuchemos en una conversación, ya sea que intervengamos en ella, o que por azar oigamos la que mantienen dos desconocidos. Puede ser que leamos en el periódico una noticia que nos impacte. Puede ser un recuerdo de la infancia, un sueño que hemos tenido o una simple frase que se nos ocurre un día. De ahí que todos los profesores de escritura creativa recomienden llevar siempre encima un cuaderno de notas donde apuntar esas ráfagas de inspiración que aparecen de repente, para fijarlas e impedir que se nos olviden.

También podemos recurrir a los juegos literarios, utilizados a menudo en los talleres para disparar la creatividad, como Las ciudades invisibles, en el que debemos describir las casas, las calles y hasta los habitantes de una ciudad imaginada totalmente por nosotros; o El Binomio fantástico, en el que debemos desarrollar una historia a partir de dos palabras pertenecientes a distintos campos semánticos elegidas totalmente al azar. Estos ejercicios disparan nuestra imaginación y nos introducen de lleno en nuestro mundo interior, del que no sabemos qué puede salir.

Otra técnica muy útil es partir de una pregunta abierta que nos hacemos a nosotros mismos, lo que Stanislavsky llamó el “sí mágico”: ¿Qué ocurriría si…? Podemos plantearnos cualquier cosa -que los marcianos aterrizaran en un pueblo manchego, que una ballena pudiera hablar, que un terremoto destruyera una central nuclear- e imaginar cuáles serían, a nuestro juicio, las consecuencias de ese hecho.

O simplemente, no sabemos porqué, pero un buen día una historia se mete en nuestra mente. Según Proust, la tarea del escritor no es la de inventar, sino la de traducir, y es que son muchos los escritores que aseguran que no son ellos los que escogen las historias que tienen que escribir, sino que son las historias, por sí mismas, las que les salen al encuentro y se convierten en una obsesión de la que no pueden librarse hasta que consiguen escribirla.

Pero da igual como aparezca la idea. Lo importante es que, una vez ha surgido, debemos empezar a trabajar en ella. Tenemos que explorar sus implicaciones; analizarla desde todos los ángulos; rellenarla de personajes y situaciones; elaborarla, en suma, en un proceso que puede durar días, meses o incluso años, hasta que esa idea va tomando la forma adecuada para expresar nuestro universo particular y, al propio tiempo, suscitar el interés de los lectores. Lo mejor, en este momento, es utilizar el procedimiento que Enrique Páez denomina “Escribir con brújula”.

5. Mapa o brújula

Existen, básicamente, dos formas de escribir: Una (Escribir con brújula) es dejarnos llevar por el propio ritmo de la escritura, descubrir lo que pasa, lo que hacen o dicen los personajes a medida que lo vamos escribiendo, como si fuéramos exploradores de un mundo desconocido. La otra (Escribir con mapa), es planificar el texto, determinar de antemano que personaje va a ser el protagonista de nuestra historia, desde qué punto de vista vamos a narrar, dónde van a estar los acontecimientos cruciales, incluso cuántos capítulos o párrafos va a tener. Cuando nos iniciamos en la escritura, tendemos a pensar que la mayoría de los relatos y novelas se escriben con brújula, pero la verdad es que casi todos los buenos escritores escriben planificando.

Una historia es algo muy complejo, multidimensional, en el que cada uno de sus elementos (personajes, diálogos, sucesos, ambiente, tono,…) juega un papel determinado que se interrelaciona con los demás para lograr un todo armónico. Por eso es muy fácil perdernos si no contamos con un mínimo de planificación, sobre todo cuando hablamos de textos con bastante extensión. Sin embargo, siempre hay que dejar espacio para la sorpresa, para la propia libertad e independencia de los personajes que, cuando cobran vida, empiezan a tomar sus propias decisiones hasta el punto de que muchas veces parece que se rebelan contra el autor. Y es que la historia tiene su propia dinámica, su lógica interna, que descubrimos a medida que la vamos escribiendo y que a menudo nos sorprende, porque las visiones o las convicciones a las que responde, aunque se encuentran en nuestro interior, suelen ser desconocidas incluso para nosotros mismos.

Por otra parte, por mucho que caminemos a tientas, no es posible que no sepamos hacia dónde queremos ir, que ignoremos los hechos significativos, la emoción primaria que evoca en nosotros la idea inicial. Las brújulas sirven para avanzar en una cierta dirección, aunque no sepamos exactamente cuándo ni dónde vamos a llegar. De modo que, en realidad, ninguno de los dos sistemas de trabajo se da en estado puro. De hecho, podríamos decir que los dos son complementarios. Pero de momento, en esta primera etapa embrionaria de la historia en la que apenas sabemos nada de ella (aparte de esa idea inicial), debemos dejar a un lado la planificación y concentrarnos en conseguir que nuestra historia se desarrolle.

6. El momento de la exploración:

Ante todo, debemos nutrir el germen de nuestra historia y para ello, tenemos que empezar por hacernos toda clase de preguntas alrededor de esa primera idea y anotar las respuestas tal y como se nos ocurren, dejando que el curso de la escritura fluya espontáneamente, sin borrar ni corregir, sino añadiendo cada vez más y más material a lo ya escrito, aunque sea contradictorio. Reflexionar acerca del porqué nos ha llamado la atención esa idea concreta, qué intentamos decir, porqué pretendemos expresarlo y hacia quién va dirigida. Elaborar anécdotas similares o análogas a las reales. Empezar a imaginar a los personajes, determinar su modo de pensar, su edad, qué aspecto tienen, que relación hay entre ellos. Determinar el tiempo y el espacio en qué se va a desarrollar la acción, trazarnos una cronología y un mapa, siquiera mental, de ese mundo concreto y recopilar toda la información posible sobre él. Pensar en los distintos puntos de vista desde la que podemos abordarla, en el tono más adecuado para contarla, en el género idóneo para ella. Y, sobre todo, debemos elaborar un esquema argumental básico que recorra de principio a fin los hechos que queremos narrar, en el que se destaquen los personajes más significativos y se inserten las historias y personajes secundarios, si los hubiera.

De esta forma, crecerá nuestro mundo y nuestros personajes ficticios, los acontecimientos se enlazarán y la historia se construirá por sí misma. Solo entonces, cuando ya tengamos la historia ante nosotros, aunque todavía confusa y balbuceante, podremos analizarla y decidir qué acontecimientos son significativos, quién va a ser el protagonista y quién la fuerza que se opone a sus deseos, dónde está el objeto de su búsqueda y cuáles son los motivos ocultos de sus acciones: En definitiva, la historia, por sí misma, nos dará su significado y podremos empezar con la siguiente tarea: la planificación de la historia.

miércoles, 10 de octubre de 2007

LA HISTORIA




I. Vivir otras vidas

Nosotros, los cuentacuentos, pertenecemos a uno de los oficios más antiguos del mundo. En todas las culturas, desde los tiempos en que la tribu se reunía alrededor del fuego para oír a los ancianos o a los viajeros recién llegados, han existido siempre magníficos narradores capaces de embobarnos y trasladarnos a otro tiempo y lugar cuando nos cuentan sus historias, ya sean reales o inventadas. De esa forma, satisfacen esa necesidad de abstraernos de nuestra vida cotidiana que todos tenemos, porque muchas veces nuestra propia historia, de puro conocida, nos hastía, así que buscamos en la de otros la sal y la pimienta emocional que precisamos. Por eso, “el hombre es un animal narrativo, que necesita contar y que le cuenten historias” (Enrique Páez).

Algunos consideran que ese apetito de historias es un mero entretenimiento, una forma de evadirnos de nuestra realidad en lugar de vivirla hasta el fondo o cambiarla. Sin embargo, la función que cumplen las historias en nuestra mente es mucho más compleja:

El psicólogo Carl G. Jung notó que existe una extraña correspondencia entre las figuras que poblaban los sueños de sus pacientes y los arquetipos comunes a cualquier mitología (el joven héroe, el anciano o anciana sabios, el antagonista sombrío, etc.). Eso le hizo pensar que esos arquetipos son un reflejo de los diferentes aspectos de la mente humana, de tal suerte que nuestras personalidades se dividen y desdoblan en estos personajes. En definitiva, todos tenemos algo de héroe, de sabio, de malvado… Eso hace que al escuchar una historia nos sintamos reflejados.

Los personajes de cualquier historia responden a unas motivaciones universales inteligibles para todos: el deseo de ser amado, de tener éxito o riqueza, de obtener venganza, de sobrevivir o de ser libre. De manera que, cuando nos identificamos con un personaje, no lo hacemos por altruismo, compasión o simpatía. Lo hacemos porque relacionamos sus deseos con los nuestros. Subconscientemente, el lector piensa “este personaje es como yo, comprendo como se siente porque yo también siento o he sentido alguna vez la misma emoción que él. Por lo tanto, quiero que consiga lo que desea ya que, si yo estuviera en su lugar, querría lo mismo que quiere él”.

Este fenómeno (la capacidad del ser humano de ponerse en el lugar de otro y participar afectiva y emotivamente de la realidad ajena) se denomina empatía y es lo que despierta nuestro interés en oír historias. Gracias a la empatía, la historia se convierte en una metáfora de la vida (Robert McKee). Podemos aprender de las experiencias que nos están contando como si las hubiéramos vivido nosotros y así encontramos la manera de resolver nuestros problemas y un apoyo para nuestra propia superación personal. Por eso las historias son nuestro mejor aliado para comprender la pauta de la vida y dar sentido a la anarquía de la existencia.

II. El monomito

El antropólogo Joseph Campbell, que continúo con el estudio de los mitos, descubrió que todas las historias están compuestas por unos pocos elementos estructurales que encontramos en los mitos universales, los cuentos de hadas, las películas y los sueños.
Paralelamente, el erudito ruso Vladimir Propp, que realizó un estudio morfológico exhaustivo de cien cuentos de hadas pertenecientes al folklore ruso, identificó 31 puntos recurrentes, a los que denomino funciones, que creaban una estructura común a todas esas narraciones.

Estas investigaciones vinieron ratificar el viejo axioma, de que la literatura trata siempre de una única historia, la vieja historia del hombre y sus problemas, que se cuenta una y otra vez con infinitas variaciones, aunque todas ellas se ajustan, consciente o inconscientemente, a un patrón determinado: El monomito, la historia por excelencia que subyace en todas las historias que nos explicamos unos a otros desde el amanecer de la humanidad, desde los chistes más crudos más descarnados hasta las más altas cotas literarias

El monomito incide directamente en un mecanismo psicológico enraizado en el inconsciente colectivo de la especie humana. Sus variantes son tan infinitas como pueda serlo la especie humana, pero su forma básica permanece inalterada. En toda historia se repiten ciertos caracteres o energías presentes en los sueños y también en los mitos de todas las culturas: eso es lo hace que resulten válidos y verídicos desde una óptica psicológica, aunque nos presenten acontecimientos fantásticos, irreales o simplemente imposibles. Y la única forma de crear historias que conecten al lector contemporáneo con la fuente primigenia de sus emociones es conocer a fondo los elementos que componen ese patrón y su aplicación práctica a la literatura moderna, pues solo jugando con el mito, reinventándolo o dándole la vuelta suscitaremos la empatía del lector.

III. La esencia de la historia

Cuando analizamos el monomito nos damos cuenta de que, en el fondo, toda historia es una suerte de viaje. Puede tratarse de un viaje real con un destino claro y definido, atravesando un bosque o un laberinto, o de un viaje interior a través de la mente, el corazón o el espiritú. Lo importante es que el héroe (o protagonista) abandona su entorno cotidiano y se interna en un mundo extraño y plagado de desafíos con la intención de conseguir un objetivo. Por eso McKee lo denomina acertadamente la búsqueda.

Cuando empezamos a contar una historia partimos de una situación estable: su protagonista vive una vida más o menos equilibrada (lo que no quiere decir necesariamente que sea feliz, sino que tiene una rutina establecida). Entonces, de repente o de forma gradual, se produce un acontecimiento que altera de manera radical ese equilibrio, ya sea de forma negativa o positiva. Tanto puede ser que maten a su padre, que estalle una guerra y lo llamen al frente, que conozca una chica y se enamore o que le toque la lotería. Eso es igual. Lo importante es que se produzca una alteración de la rutina, un desequilibrio en la vida del personaje. Ese acontecimiento perturbador es lo que se conoce como conflicto literario.

El conflicto literario es el elemento clave de la historia, lo que la distingue de cualquier otro texto literario y lo que consigue captar el interés del lector. Porque una historia no es una mera sucesión de acontecimientos concatenados, ni siquiera aunque relaten como un personaje alcanza una meta. Porque si alguien quiere algo y simplemente lo consigue, podremos felicitar al personaje por su buena suerte o por su tesón y esfuerzo, pero no conseguiremos establecer la necesaria conexión empática entre el lector y el protagonista. Por muy bien narrada que esté, no sería más que la crónica de unos hechos, una información que podríamos considerar valiosa o no, pero para que nos identifiquemos con el personaje es necesario que haya algo que perturbe o se oponga a la consecución de esa meta y que obligue al protagonista a actuar, buscando soluciones y tomado decisiones. Como consecuencia de estas acciones, que nosotros podemos valorar, el personaje sufre cambios: pasa de la esperanza de la desesperación, del amor al odio, de la debilidad a la fortaleza. De esta forma crece y evoluciona, y nosotros lo hacemos con él. Eso es lo que nos atrapa en una historia.

La naturaleza del conflicto depende del contexto en que se desarrolle: En una historia de aventuras, el héroe podría salir en búsqueda de su hija secuestrada; en una de amor, podría intentar conocer a la vecina del piso de debajo de la que se ha enamorado al verla desnudarse a través de la ventana; en una de terror o ciencia ficción, podría ser el descubrimiento de una fórmula para una vacuna milagrosa o un combustible inagotable, y en una para niños pequeños, el primer día en el colegio o una visita al mercado. Eso da igual. Lo importante es que sea un acontecimiento concreto que desequilibre la vida del personaje obligándole a enfrentarse a una situación nueva o inquietante, y le provoque un deseo consciente y/o inconsciente de aquello que él cree que restaurará el equilibrio, por lo que se lanzará a la búsqueda de su objeto de deseo contra las fuerzas antagonistas (internas o externas) que intentan impedírselo.

Tal vez lo consiga o tal vez no. Eso es irrelevante. Lo importante es que creará preguntas en la mente del lector (explícitas o implícitas) y suscitará su interés por el desarrollo de la historia, en el que estas preguntas evolucionarán, cambiarán o se multiplicarán según las decisiones que adopte el protagonista, hasta hallar las respuestas en el desenlace.

IV. Las herramientas del escritor

Ese es, en esencia, el esquema de la búsqueda; en él podemos apreciar los elementos básicos que constituyen cualquier historia:

a) El conflicto conformará el planteamiento (I acto); las vicisitudes derivadas de las decisiones adoptadas por el personaje serían el nudo (II acto), y la respuesta a las preguntas planteadas en el conflicto, el desenlace (III acto), las tres partes clásicas de cualquier relato, novela u obra de teatro.

b) El personaje al que le ocurre el conflicto es el protagonista (el príncipe); el que personifica su deseo es el objeto (la princesa), y por último, el que representa las fuerzas antagonistas contra las que debe luchar, la sombra (el dragón). Es decir, la tríada de personajes imprescindible en cualquier relato.

c) El eje de la historia, su columna vertebral, está constituido por los hechos derivados del profundo deseo y los esfuerzos del protagonista por restaurar el equilibrio en su vida. Esta es la fuerza unificadora primaria que mantiene unidos el resto de los elementos narrativos. Porque no importa que ocurra en la historia, que ésta sea de indios y vaqueros o de las andanzas de un adolescente. Al final, cada acontecimiento, cada personaje y hasta cada palabra que escribamos deberá guardar una relación, causal o temática, con ese núcleo de deseo y acción.

Estas son las herramientas básicas de nuestro oficio, unas herramientas más antiguas que las propias pinturas rupestres y que aún tienen aplicación porque su utilización nos permite conectar con los resortes psicológicos que mueven al lector a sumergirse en la historia, y aprender su manejo es la razón de esta sección. Y a su estudio pormenorizado y a su desarrollo y aplicación dedicaremos los siguientes artículos.