martes, 20 de noviembre de 2007

EL ORIGEN DE LA HISTORIA




1. Un paso adelante:

Nosotros, los cuentacuentos, solemos ser voraces devoradores de historias, oyentes atentos de otros narradores que nos enseñan el placer de navegar por sus mundos, más o menos fantásticos, pero siempre emocionantes. Hasta que un buen día, sin saber bien porqué, si por afán de corresponder o por necesidad de compartir, decidimos dar un paso más allá y mostrar a los demás un territorio que sabemos inexplorado: Ese universo que todos llevamos dentro, tan igual y a la vez tan distinto al de cualquier otra persona.

Cada uno de nosotros vive una vida distinta a la de los demás, con sus propias experiencias que, aunque en definitiva puedan ser englobadas para su estudio por las ciencias humanas y sociales dentro de categorías específicas (la infancia, el primer amor, la muerte de un ser querido), están hasta tal punto mediatizadas por las circunstancias personales (la clase social, el mayor o menor atractivo físico, el país, pueblo o ciudad de origen) y por el propio temperamento que dan lugar a que la biografía de cada persona sea tan diferente a la de otra como las huellas digitales y a que cada uno de nosotros tenga una manera particular de ver la realidad. Y es en el mismo momento en que decidimos mostrar al mundo nuestra historia, o lo que es lo mismo, el significado de la Vida desde nuestra perspectiva personal, cuando nos convertimos en cuentacuentos, y desde entonces debemos aplicarnos en transmitir esa imagen personal del mundo del modo más eficaz posible.

Sin embargo, todos somos conscientes de que explicar todos los hechos de nuestra vida y sus implicaciones, punto por punto, desde el nacimiento (o incluso desde la concepción) hasta el momento actual, incluyendo todo lo que hemos aprendido, todo lo que hemos sentido, todo lo que hemos amado u odiado, es punto menos que imposible y, además, innecesario. De lo que se trata es de reducir todo eso, o al menos los aspectos concretos de nuestra experiencia que consideramos dignos de transmitir a los demás, a un formato narrativo manejable (un cuento, una novela, un guión…) que produzca en el lector u oyente una emoción específica y exprese una visión del mundo acorde con nuestro propio punto de vista. Y para conseguirlo tenemos que hacer un examen de nuestro mundo interior y elegir una de las historias que contiene, de la misma manera que elegiríamos un cabo de hilo para empezar a desenredar la madeja

Surge entonces la primera dificultad: ¿Por donde empiezo?, nos preguntamos. ¿Qué historia puedo contar yo que interese realmente a un público desconocido?

2. Originalidad o plagio:

Hay personas que, por su carácter o circunstancias, tienen una vida llena de acontecimientos insólitos o desusados, de tal modo que quizá bastaría con escribir literalmente su autobiografía, o algún capítulo de ella, para llamar la atención de cualquier posible lector. Pero eso no es lo más frecuente. Lo normal es que los cuentacuentos seamos personas corrientes y molientes, con una vida similar a la de cualquier otra persona de nuestro medio social y condición física, y que nuestra historia responda, en definitiva, a un prototipo que ya ha sido explicado hasta la saciedad. Y aunque efectivamente fuéramos uno de esos seres extraordinarios o pintorescos a los que antes nos referíamos, no tendríamos garantizado que nuestra historia fuera original.

“Lo que no es tradición, es plagio”, dice el adagio. Cualquier historia de amor puede equipararse a Romeo y Julieta, a Don Juan Tenorio, a la historia de Sansón y Dalila o al mito de Orfeo y Eurídice. En toda relación padre-hijo hay ecos del mito de Edipo, de Abraham e Isaac, del Rey Lear. Todos los hermanos tienen algo de Caín y Abel. Y así podríamos seguir indefinidamente. No importa el tema que elijamos: los celos, la codicia, la soledad, la envidia, la solidaridad, etc., etc. Seguro que en el acervo cultural humano encontramos algún antecedente. Y eso es así porque los sentimientos y emociones humanas nunca cambian. Por eso, la pretensión de no plagiar, de ser radicalmente original, no es sino una declaración de soberbia y de ignorancia. De hecho, la recreación de historias conocidas, de mitos clásicos y de antiguas leyendas, ha sido, desde la antigüedad romana hasta la actualidad de los estudios de Hollywood, una de las técnicas de creación más utilizadas por los cuentacuentos.

¿Y que sentido puede tener escribir de nuevo una historia conocida? Pues sencillamente que, al reescribir una historia, la transformamos según nuestra propia interpretación subjetiva, basada en nuestras experiencias y criterios. Si cambiamos el espacio y el tiempo en que se desarrolla; la contamos desde otro punto de vista; variamos las descripciones y los diálogos; transformamos las intenciones de los personajes y hasta alteramos sustancialmente el final, la historia pasa a ser nuestra, por más que el argumento no haya sido inventado por nosotros. Como dice Enrique Páez, “desde el momento en que una misma realidad pueda ser interpretada de distintas maneras, y todas (o algunas de ellas, al menos) sean válidas, oportunas, o aporten alguna luz a esa realidad, una misma historia se volverá a escribir cuantas veces sea necesario para verla desde todos los ángulos posibles”.

Una historia no es sólo lo que se cuenta, también la forma de contarlo. La interacción entre el contenido (el tema, los personajes, las ideas) y la forma (la selección y la organización de los acontecimientos, la ambientación, el tono) revelará la visión del mundo del autor, su percepción del como y el porqué de las cosas de este mundo: Ahí radica la originalidad de un texto, lo que hace que sea diferente de otro. Así, aún cuando empecemos a escribir sobre un tema ya conocido, tradicional o clásico, incluso aunque nos parezca repetitivo o recurrente, el resultado puede ser una narración nueva, distinta, original, en suma. De tal manera que, aunque en el fondo, como dijo Juan Rulfo, en literatura solo se puede tratar de tres temas -vida, amor y muerte-, las historias que se pueden narrar son infinitas.

3. Fantasía o realidad:

Sólo con bucear un poco en nuestra memoria, podemos encontrar multitud de historias, vividas o imaginadas. Sin embargo, a la hora de escribir, debemos centrarnos sólo en una. No podemos contarlo todo a un tiempo. De modo que tenemos que elegir, de entre todas las posibles, una única historia que refleje nuestra percepción del mundo y que produzca en el lector la emoción específica que queremos suscitar en él. En definitiva, que transmita la sensación o la imagen mental que queramos expresar. Entonces aparece la segunda gran pregunta: ¿Cuál de todas escogemos? ¿Cómo sabemos que historia concreta debemos narrar? ¿Qué criterio o sistema debemos seguir en nuestra elección?

Bueno; esta cuestión no tiene una única respuesta. Depende mucho del carácter y la experiencia del escritor. Charles Dickens, cuyo padre fue encarcelado por deudas, escribió una y otra vez sobre niños solitarios en busca del padre perdido. Las obras de Moliére, crítico de la idiotez y depravación de la Francia del siglo XVII, parecen un catálogo de vicios humanos. Patricia Highsmith, que en sus novelas adopta el punto de vista del criminal, nos dice: “Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo”. Cada escritor, en suma, tiene sus propios valores, creencias y obsesiones, producto de su experiencia vital, y es en base a las nuestras como vamos a encontrar la historia que tenemos que contar.

Todas las historias, aunque se desarrollen en otros planetas o hablen de fantásticos dragones, son en gran medida autobiográficas. Los escritores parten de su propia realidad, se nutren de las experiencias que han vivido, de los sentimientos que han experimentado, y los transmiten a sus personajes para darles vida, credibilidad y autenticidad. Sin embargo, no lo hacen de forma literal, sino que toman los hechos de la vida cotidiana, hechos vividos, leídos, narrados o imaginados, y los transforman en materia literaria. Extraen la esencia, el sabor, la sensación, los motivos de una historia real y la reconstruyen, cambiando las anécdotas, las situaciones, el contexto, hasta que la anécdota primitiva se vuelve irreconocible. Sin embargo, las reacciones emocionales que provoca en el lector la historia imaginaria por ellos elaborada son análogas (al menos idealmente) a las originadas en el escritor por la historia real que sirvió de base. Esto es lo que se llama transubstanciación literaria.

La transubstanciación es conveniente, e incluso necesaria, porque la vida real y la literaria no son lo mismo, tienen lenguajes muy distintos. Un texto no va a transmitir más verdad por ser más preciso en la descripción de hechos y lugares cotidianos, en la trascripción de conversaciones irrelevantes o incluso banales, o en la consignación de fechas exactas o lugares concretos, sino por reflejar las emociones, las intenciones, las pasiones humanas que se ocultan tras esos hechos. Así, a la hora de escribir un relato con base real, debemos estar atentos para, con el fin precisamente de ser fieles a esa realidad, transformar al menos parte de la historia, porque no importa que la historia ahora narrada sea históricamente cierta o no, sino que la sensación que deje al leerla sea similar o equivalente a la experimentada por nosotros ante esa realidad. Por eso, encontrar la historia concreta que cada uno de nosotros debe narrar depende, en definitiva, de nuestra intuición.

4. El germen:

La primera idea, el elemento que nos evoca la emoción o pensamiento que queremos transmitir, ese chispazo que nos hace decir: Aquí hay una buena historia, puede surgir de cualquier sitio. Puede ser algo que escuchemos en una conversación, ya sea que intervengamos en ella, o que por azar oigamos la que mantienen dos desconocidos. Puede ser que leamos en el periódico una noticia que nos impacte. Puede ser un recuerdo de la infancia, un sueño que hemos tenido o una simple frase que se nos ocurre un día. De ahí que todos los profesores de escritura creativa recomienden llevar siempre encima un cuaderno de notas donde apuntar esas ráfagas de inspiración que aparecen de repente, para fijarlas e impedir que se nos olviden.

También podemos recurrir a los juegos literarios, utilizados a menudo en los talleres para disparar la creatividad, como Las ciudades invisibles, en el que debemos describir las casas, las calles y hasta los habitantes de una ciudad imaginada totalmente por nosotros; o El Binomio fantástico, en el que debemos desarrollar una historia a partir de dos palabras pertenecientes a distintos campos semánticos elegidas totalmente al azar. Estos ejercicios disparan nuestra imaginación y nos introducen de lleno en nuestro mundo interior, del que no sabemos qué puede salir.

Otra técnica muy útil es partir de una pregunta abierta que nos hacemos a nosotros mismos, lo que Stanislavsky llamó el “sí mágico”: ¿Qué ocurriría si…? Podemos plantearnos cualquier cosa -que los marcianos aterrizaran en un pueblo manchego, que una ballena pudiera hablar, que un terremoto destruyera una central nuclear- e imaginar cuáles serían, a nuestro juicio, las consecuencias de ese hecho.

O simplemente, no sabemos porqué, pero un buen día una historia se mete en nuestra mente. Según Proust, la tarea del escritor no es la de inventar, sino la de traducir, y es que son muchos los escritores que aseguran que no son ellos los que escogen las historias que tienen que escribir, sino que son las historias, por sí mismas, las que les salen al encuentro y se convierten en una obsesión de la que no pueden librarse hasta que consiguen escribirla.

Pero da igual como aparezca la idea. Lo importante es que, una vez ha surgido, debemos empezar a trabajar en ella. Tenemos que explorar sus implicaciones; analizarla desde todos los ángulos; rellenarla de personajes y situaciones; elaborarla, en suma, en un proceso que puede durar días, meses o incluso años, hasta que esa idea va tomando la forma adecuada para expresar nuestro universo particular y, al propio tiempo, suscitar el interés de los lectores. Lo mejor, en este momento, es utilizar el procedimiento que Enrique Páez denomina “Escribir con brújula”.

5. Mapa o brújula

Existen, básicamente, dos formas de escribir: Una (Escribir con brújula) es dejarnos llevar por el propio ritmo de la escritura, descubrir lo que pasa, lo que hacen o dicen los personajes a medida que lo vamos escribiendo, como si fuéramos exploradores de un mundo desconocido. La otra (Escribir con mapa), es planificar el texto, determinar de antemano que personaje va a ser el protagonista de nuestra historia, desde qué punto de vista vamos a narrar, dónde van a estar los acontecimientos cruciales, incluso cuántos capítulos o párrafos va a tener. Cuando nos iniciamos en la escritura, tendemos a pensar que la mayoría de los relatos y novelas se escriben con brújula, pero la verdad es que casi todos los buenos escritores escriben planificando.

Una historia es algo muy complejo, multidimensional, en el que cada uno de sus elementos (personajes, diálogos, sucesos, ambiente, tono,…) juega un papel determinado que se interrelaciona con los demás para lograr un todo armónico. Por eso es muy fácil perdernos si no contamos con un mínimo de planificación, sobre todo cuando hablamos de textos con bastante extensión. Sin embargo, siempre hay que dejar espacio para la sorpresa, para la propia libertad e independencia de los personajes que, cuando cobran vida, empiezan a tomar sus propias decisiones hasta el punto de que muchas veces parece que se rebelan contra el autor. Y es que la historia tiene su propia dinámica, su lógica interna, que descubrimos a medida que la vamos escribiendo y que a menudo nos sorprende, porque las visiones o las convicciones a las que responde, aunque se encuentran en nuestro interior, suelen ser desconocidas incluso para nosotros mismos.

Por otra parte, por mucho que caminemos a tientas, no es posible que no sepamos hacia dónde queremos ir, que ignoremos los hechos significativos, la emoción primaria que evoca en nosotros la idea inicial. Las brújulas sirven para avanzar en una cierta dirección, aunque no sepamos exactamente cuándo ni dónde vamos a llegar. De modo que, en realidad, ninguno de los dos sistemas de trabajo se da en estado puro. De hecho, podríamos decir que los dos son complementarios. Pero de momento, en esta primera etapa embrionaria de la historia en la que apenas sabemos nada de ella (aparte de esa idea inicial), debemos dejar a un lado la planificación y concentrarnos en conseguir que nuestra historia se desarrolle.

6. El momento de la exploración:

Ante todo, debemos nutrir el germen de nuestra historia y para ello, tenemos que empezar por hacernos toda clase de preguntas alrededor de esa primera idea y anotar las respuestas tal y como se nos ocurren, dejando que el curso de la escritura fluya espontáneamente, sin borrar ni corregir, sino añadiendo cada vez más y más material a lo ya escrito, aunque sea contradictorio. Reflexionar acerca del porqué nos ha llamado la atención esa idea concreta, qué intentamos decir, porqué pretendemos expresarlo y hacia quién va dirigida. Elaborar anécdotas similares o análogas a las reales. Empezar a imaginar a los personajes, determinar su modo de pensar, su edad, qué aspecto tienen, que relación hay entre ellos. Determinar el tiempo y el espacio en qué se va a desarrollar la acción, trazarnos una cronología y un mapa, siquiera mental, de ese mundo concreto y recopilar toda la información posible sobre él. Pensar en los distintos puntos de vista desde la que podemos abordarla, en el tono más adecuado para contarla, en el género idóneo para ella. Y, sobre todo, debemos elaborar un esquema argumental básico que recorra de principio a fin los hechos que queremos narrar, en el que se destaquen los personajes más significativos y se inserten las historias y personajes secundarios, si los hubiera.

De esta forma, crecerá nuestro mundo y nuestros personajes ficticios, los acontecimientos se enlazarán y la historia se construirá por sí misma. Solo entonces, cuando ya tengamos la historia ante nosotros, aunque todavía confusa y balbuceante, podremos analizarla y decidir qué acontecimientos son significativos, quién va a ser el protagonista y quién la fuerza que se opone a sus deseos, dónde está el objeto de su búsqueda y cuáles son los motivos ocultos de sus acciones: En definitiva, la historia, por sí misma, nos dará su significado y podremos empezar con la siguiente tarea: la planificación de la historia.