martes, 13 de mayo de 2008

EL ESQUELETO DE LA HISTORIA

1. El interés del lector

A todos nos gustan las historias. Cuando las contamos, porque compartiendo con los demás nuestra experiencia, nuestras emociones y nuestra visión del mundo, transcendemos los límites de nuestro ser individual y establecemos una relación de la que esperamos obtener la comprensión que necesitamos para sentirnos integrados en el grupo. De ese modo combatimos la soledad intrínseca del ser humano (todos nacemos y morimos solos) y encontramos un sentido a nuestra existencia plasmado en la contribución que hacemos al acervo de conocimientos de la especie, que será como una huella que dejemos en la vida más allá de la muerte. Cuando las oímos, porque nos identificamos con el héroe de tal manera que hacemos nuestros sus conflictos, y las decisiones que adopte y los acontecimientos a los que éstas conducen se convierten en un ensayo o ejemplo de lo que un día podemos vivir nosotros. Las historias son como espejos en los que nos vemos reflejados, permitiéndonos examinar nuestra conducta, nuestros vicios y virtudes, lo bueno y lo malo que hay en nosotros mismos. Por eso, la narración de historias ha sido desde siempre uno de los métodos más eficaces de transmitir conocimientos y también, y muy especialmente, las reglas y los valores morales de una sociedad.


Sin embargo, este proceso es totalmente inconsciente. A despecho de que al terminar de leer una historia la visión del mundo del lector haya cambiado en algún sentido, influida por la del escritor, nadie se compra un libro de ficción para que lo adoctrinen. Ni tampoco para aprender una serie de datos que vamos a necesitar para superar un examen o desempeñar una profesión, o porque su lectura sea obligatoria para acceder a un determinado circulo social o a un cargo público o directivo. Y mucho menos, para tratar de comprender u ofrecer apoyo moral al autor, al que ni siquiera conocemos personalmente. Cuando leemos una historia de ficción lo hacemos para distraernos. Ni más ni menos.

Leemos una historia porque durante el tiempo que estamos inmersos en ella nos abstraemos de nuestra monotonía cotidiana. Hay quien piensa que lo hacemos para escapar de nuestro entorno y olvidarnos de nuestros problemas. Pero eso no es cierto, al menos, no del todo. En palabras de Robert McKee, “las historias no son una huida de la realidad sino un vehículo que nos transporta en nuestra búsqueda de la realidad”. Todos sabemos que la Vida, así con mayúsculas, no es algo que se circunscriba a nuestro barrio, nuestro trabajo, nuestros amigos y parientes y, en nuestros momentos libres, recurrimos a nuestra imaginación o a la de otros para conocer esos campos de experiencia a los que no tenemos acceso ordinariamente y, aunque sea de forma vicaria, saborear las sensaciones que echamos de menos en nuestras vidas. De tal forma que el entretenimiento se convierte en un medio de “alcanzar un final intelectual y emocionalmente satisfactorio” (McKee) que contribuye en gran medida a nuestra salud mental.

A la inversa de los escritores, que muchas veces son asaltados por historias que surgen de dónde menos se lo esperan y no consiguen librarse de ellas hasta que no logran darles forma y contarlas, los lectores son los que buscan las historias. Cuando les apetece, se acercan a una librería y, de entre todas las obras de ficción que hay disponibles en el mercado, eligen leer la que, de acuerdo con sus preferencias y estado de ánimo, encuentran más atrayente. De tal manera que, si queremos que nuestras obras se lean, y se lean hasta el final, tenemos que conseguir que nuestra narración capte el interés de los lectores. Y para ello no basta con el interés intrínseco que pueda tener. El adulterio, por ejemplo, es un tema de interés universal. Por eso, no solo ha dado lugar a multitud de historias, sino que podría analizarse desde una perspectiva histórica, legal, social, religiosa, antropológica, ética, moral, etc, hasta llegar a escribirse una verdadera enciclopedia, seguramente muy apreciada por los expertos. Pero si el gran público sigue leyendo Anna Karenina o Madame Bovary, a pesar de los años que hace de su publicación, no es porque esté interesado especialmente en el adulterio sino porque Tolstoi y Stendhal eran unos magníficos narradores que sabían hacer que las historias que contaban resultaran interesantes para el lector medio.

2. La curiosidad

Independientemente del tema que tratemos, del género que elijamos o incluso del contenido de la historia en sí, nuestra forma de narrarla debe seducir al lector, engancharle en la lectura. Y la mejor manera de conseguirlo es despertando su curiosidad. Según E.M. Forster, la historia, a la que definió como el organismo literario más primitivo y más elemental, solamente puede tener un mérito: el conseguir que el público quiera saber qué ocurre después. Y pone como ejemplo el caso de Sherezade, que “aunque era una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios, ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la caracterización de sus personajes y experta conocedora de tres capitales de Oriente, no recurrió a ninguna de estas dotes al intentar salvar la vida ante su intolerable marido. No eran más que un elemento secundario. Si sobrevivió fue gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría a continuación”.

Todos nosotros, como el marido de Sherezade, leemos una narración porque queremos saber qué va a pasar con éste o aquel personaje, si el chico conquistará a la chica, si el hombre de negocios se hará rico o renunciará a todo y se retirará al campo. Por lo tanto, para resultar interesante, la historia debe crear en la mente del lector unas preguntas (explícitas o implícitas) a las que luego deberá responder. De hecho, el conflicto, ese hecho desequilibrador que enfrenta a los personajes a una situación nueva o inquietante y los obliga a buscar soluciones y a tomar decisiones, desencadenante y motor de la historia, lleva en sí una pregunta implícita: ¿Conseguirá el héroe su propósito?

Esta sencilla pregunta, que puede adoptar diversas formas (¿Conseguirá D’Artagnan recuperar los herretes de diamantes? ¿Lograrán Jim Hawkins y sus compañeros hacerse con el tesoro escondido de los piratas? ¿Podrán casarse y vivir felices Romeo y Julieta?), pero a la que siempre se contesta con un sí o con un no, da lugar a la llamada estructura dramática, la más simple que pueden adoptar las historias y también la más común. Hay también otras muchas historias en las que la respuesta a esa pregunta implícita es una frase. En ellas, al lector le faltan datos sobre el conflicto inicial y quiere averiguarlos; el ejemplo más típico es cualquier novela policíaca, en la que al lector se le presenta un crimen y quiere saber quién es el asesino. Este tipo de preguntas dan lugar a la estructura de misterio, básicamente similar a la dramática aunque con algunas peculiaridades.

Tanto en uno como en otro caso, esta pregunta planteada en el conflicto inicial es la principal de la narración, la más importante, y su respuesta debe darse en el desenlace. Sin embargo, la historia no se reduce al conflicto y su desenlace, sino que debe tener una extensión tal que permita el desarrollo de ese conflicto, con expresión de las circunstancias que lo rodean, de las decisiones que adopta el protagonista y de su evolución hacia ese cambio irreversible necesario en toda historia que se precie, por lo tanto es fácil que el lector tenga la impresión de que no se está enterando de nada, se impaciente y acabe por aburrirse. Para evitarlo, lo mejor es plantear otras preguntas secundarias que podemos ir contestando poco a poco, a medida que desarrollamos la historia. No es preciso que todas las preguntas secundarias aparezcan en el conflicto inicial, al contrario, lo conveniente es que a medida que avanza la acción se contesten unas preguntas y aparezcan otras nuevas. De esta forma conseguimos calmar la impaciencia del lector y a la vez renovar su curiosidad. Eso sí, al llegar al desenlace, debemos dar respuesta a la pregunta principal y a todas aquellas secundarias a las que hasta entonces no habíamos dado contestación. Las preguntas, implícitas o explícitas, generan en el lector unas expectativas que no debemos defraudar. De lo contrario, la historia no cumpliría esa función de satisfacción emocional que le es propia y el lector se sentiría decepcionado. En resumen: No le gustaría.

3. Causa y consecuencia

Al introducir preguntas y respuestas en la historia, no solo despertamos la curiosidad del lector. También conseguimos la necesaria trabazón de los hechos narrados por medio de una relación causa-efecto. La historia no es una mera sucesión de hechos coordinados cronológicamente, sino que los diferentes acontecimientos que suceden en ella tienen además una relación lógica causal. Por eso deben quedar ordenados como una serie de oraciones subordinadas, aunque sea implícitamente. Es decir, que deben estar unidos por un para o un porqué. Por ejemplo, si decimos: “Manolo se casó con Encarna. Ella estaba embarazada y tuvo un hijo. Luego murió. Manolo no cuidaba bien del niño y la abuela se hizo cargo de él”, estamos contando unos hechos que transcurren en una secuencia de tiempo a una familia determinada y que pueden servir como antecedentes para saber que a ese niño lo crió su abuela, pero si decimos: “Manolo se casó con Encarna porque ella estaba embarazada, pero cuando murió en el parto, Manolo se desentendió del niño, así que la abuela tuvo que hacerse cargo de él”, estamos contando una historia. Los diferentes hechos están relacionados entre sí, son consecuencia uno de otro, y cualquier lector puede ver en ellos mucho más que los meros datos biográficos.
Hay que tener presente que todo personaje, aunque sólo exista de forma ficticia, tiene una biografía tan extensa y compleja como la cualquier persona real: Nace en determinado lugar y época, en una familia y en un grupo social determinado; recibe una educación determinada; desempeña una profesión determinada y atraviesa por determinadas vivencias que son las que a la larga conforman su modo de ser y, sobre todo, de actuar. Porque, a pesar de que en el fondo los sentimientos, las emociones y hasta los rasgos de carácter son universales, el comportamiento varía. No reaccionarán igual ante un conflicto un caballero medieval, un ganster, o un samurai, aunque los tres pueden ser valientes, orgullosos y estar enamorados. Todos somos, en gran medida, producto de nuestras circunstancias. También los héroes y los malvados de nuestras narraciones. Por eso, cuando un personaje se mete en la imaginación del escritor, ofrece multitud de posibilidades narrativas:

La historia se puede comenzar antes incluso de que nazca el personaje y seguir su vida, decenio a decenio, dando cuenta de todas sus vicisitudes hasta que fallezca y desaparezca, o reducir la narración a un episodio concreto: su boda, por ejemplo, o el día que tuvo un accidente de tráfico. Se puede contar desde dentro del protagonista, relatando sus pensamientos y sentimientos, sus emociones y hasta sus sueños, o contarla desde el exterior, describiendo sus actos tal como los ven los demás. Se puede desarrollar en el ámbito más íntimo del personaje -su familia, sus amigos, sus amantes- o seguirlo mientras se desenvuelve en un medio más amplio o desconocido, enfrentado a una institución social o a un medio ambiente hostil. O se puede hacer una combinación de todo esto, de tal forma que quede reflejada la interconexión entre las distintas facetas de la idiosincrasia el personaje. Pero lo que está claro es que no podemos narrarlo todo. Traducir a palabras todos los sucesos, pensamientos, acciones y reacciones de una vida, en tiempo real, o sea, minuto a minuto o incluso segundo a segundo, significaría más de una vida escribiendo y también más de una vida leyendo. Por eso, tenemos que arreglárnoslas para resumir la vida y carácter del personaje a un formato manejable, seleccionando aquellas circunstancias que de alguna manera expresen todo lo que se ha omitido.
Por lo tanto, a la hora de contar una historia, no debemos afanarnos en recoger todos los hechos cotidianos de la vida de nuestros personajes sino que debemos elegir aquellos acontecimientos que componen la secuencia estratégica que explica su trayectoria dentro de la historia, es decir, aquellos que son realmente significativos dentro de esta relación subordinada causa-efecto. En otras palabras, que reflejen la historia que queremos contar.


4. El análisis estructuralista

La selección de acontecimientos es uno de los momentos más importantes de toda narración. Es cuando realmente el escritor empieza a tomar decisiones. Por eso, no hay que tomárselo a la ligera. El problema con el que nos encontramos, llegados a este punto, es que tenemos mucho material literario: la vida entera de uno o varios personajes, incluyendo su aspecto y personalidad; el medio físico y social en el que se desarrolla la acción; la madeja más o menos intrincada de relaciones entre ellos. Todas las implicaciones de la idea inspiradora que hemos desarrollado. ¿Con arreglo a que criterio vamos a decidir que hechos y circunstancias son verdaderamente significativos?



Una solución es examinar nuestro material a la luz del método de análisis estructural de los relatos propuesto por el semiólogo Roland Barthes (1915-1980).

Barthes analizaba los textos literarios de forma material, esto es, con independencia de la intención del autor o de las coordenadas sociales o históricas en las que fue escrito, considerándolo meramente un discurso formado por un grupo de frases o conjunto de enunciados que, en su totalidad, cuentan una historia. El análisis de la obra debía “establecer, en primer lugar, los dos conjuntos límite, inicial y terminal, y después explorar por qué vías, mediante qué transformaciones, qué movilizaciones, el segundo se acerca al primero o se separa de él: hace falta, en suma, definir el paso de un equilibrio a otro”.

Examinando el papel que jugaba en este proceso cada una de las frases o enunciados que componían el texto, Barthes distinguió dos clases de unidades narrativas (funciones e indicios) con dos subclases dentro de cada una de ellas (nudos y catálisis, indicios e informantes, respectivamente) que permitían una clasificación de los relatos basada en la preponderancia de una u otra clase de enunciado, es decir, que hay relatos marcadamente funcionales (como los cuentos populares) y otros marcadamente indíciales (como las novelas psicológicas), con toda una serie de formas intermedias entre estos dos polos según el género, el período histórico, la intención del autor, etc.

Además de la importancia que pueden tener dentro de la semiología los estudios de Barthes, para un escritor, lo verdaderamente interesante del análisis estructuralista son las categorías de las unidades narrativas o enunciados, que constituyen las piezas más pequeñas que debemos manejar a la hora de estructurar una narración cualquiera. Podríamos decir que son la materia prima con la que vamos a construir nuestra narración.

5. Unidades narrativas

Las dos grandes clases de unidades narrativas son las funciones y los indicios. Las funciones son enunciados que presentan acciones, sucesos. Si comparáramos la historia con una oración, sería su parte más esencial: sujeto + verbo + complementos directo y/o indirecto. Los indicios, por el contrario, proporcionan datos relacionados con esa acción. Equivaldrían a los complementos circunstanciales.

Las funciones, a su vez, pueden ser núcleos (o funciones cardinales) o catálisis. Los núcleos son las acciones que dirigen la narración hacia la situación final o desenlace. Abren, mantienen o cierran una alternativa, de manera que encauzan el curso de la acción en determinada dirección. Por ejemplo, el protagonista invita a cenar a una chica; si ella accede, iniciarán un romance; si no accede, él pasará la noche vagando por el puerto, desconsolado, y allí conocerá a otra chica que también acaba de salir de un desengaño amoroso y el romance del relato se producirá con ella. Es decir, la acción invitación más la reacción aceptación/rechazo producirán una transformación muy importante en la historia o en los agentes de la historia, hasta el punto que su modificación o supresión alteraría notablemente el sentido de la narración.

Las catálisis son las acciones o secuencias de acontecimientos que conectan los núcleos entre sí, permitiendo el fluir de la historia. Pongamos que la chica acepta la invitación a cenar del protagonista. La siguiente acción puede ser que él va a recogerla a casa para llevarla al restaurante. O bien, que la chica coge el tren desde el pueblo donde vive para ir a la ciudad donde está el restaurante. O podemos contar lo que hacen cada uno de los dos en las horas previas a la cita, incluyendo la visita de la chica a la peluquería y la del chico al banco para sacar el dinero necesario para pagar la factura. O eliminar toda esa parte y empezar directamente cuando ya están sentados a la mesa. La elección que hagamos dependerá de las circunstancias concretas de nuestros personajes o del espacio que queramos reservar para narrar sus sentimientos previos al encuentro, pero en cualquier caso no alterará para nada el curso que va a adoptar la historia que es que entre estos dos personajes surge un romance. En definitiva, las catálisis describen lo que pasa entre dos momentos de la historia y permiten acelerar la acción, retardarla, resumirla, anticiparla, darle un nuevo impulso e incluso despistar al lector. Esta función puramente discursiva y cronológica es mucho más débil que la de los núcleos; en éstos, la funcionalidad es, además, lógica y estructural, ya que indican tanto la secuencia de los acontecimientos como las consecuencias que tienen unos en otros,

Los indicios, por su parte, pueden ser informantes o indicios propiamente dichos. Los informantes son datos concretos, objetivos, que resultan fundamentales para la comprensión de las acciones del relato. Aparecen como simples detalles pero son imprescindibles a la hora de dar autenticidad a la narración. Imaginemos que el chico se llama Arturo, es rubio, tiene 27 años y pertenece a una familia en buena posición social y económica, y que la chica se llama Elisa, es pelirroja, trabaja como recepcionista en la consulta de un dentista y vive en el extrarradio. A partir de este momento, los personajes genéricos –el protagonista, la chica- se han convertido en alguien concreto, situado en un espacio y un tiempo determinado. Podemos visualizarlos, localizarlos en un medio social, hasta esperar de ellos una determinada conducta. Los informantes sirven para sustraer a la historia del ámbito de lo abstracto y conferirle una apariencia de realidad.

Por el contrario, los indicios propiamente dichos nos hablan de las cualidades de la acción, o de los agentes de la acción, de una forma no explícita. Se expresan a través de frases llenas de significados implícitos cuyo referente real, en una primera lectura, resulta imperceptible. Supongamos que vemos a Elisa arreglándose para salir; después cierra la puerta de su casa y, ya en el ascensor, guarda las llaves en el bolso y le cuesta volver a cerrarlo porque aún no ha sacado el sobre grande que ha recogido esa mañana. Su primera idea es volver a casa para dejarlo allí, tiene miedo de que se le abra el bolso y se le caigan todas las cosas –incluyendo el sobre- delante del chico, pero luego piensa “Da igual. Si lo ve, que piense lo que quiera. De todas formas, ya es demasiado tarde” En un primer momento, no damos importancia a ese pensamiento, pero si después, en la cena, ella confiesa al chico que está embarazada de otro, nos damos cuenta de que ella está interesada en él, pero que cree que “ya es demasiado tarde” para una relación entre los dos. Los indicios remiten siempre algo abstracto, impreciso, como un carácter, un sentimiento, una atmósfera o una filosofía de vida. Al contrario que los informantes, que tienen un significado claro e inmediato, los indicios conllevan una actividad de desciframiento que resulta muy útil para implicar al lector en la atmósfera de la historia.

Estas cuatro clases de unidad narrativa aparecen combinadas, entrelazadas en el texto, de manera que muchos enunciados son una combinación de dos o más categorías, por lo que a menudo es necesaria una lectura detallada para deslindarlas. Sin embargo, es importante llegar a hacerlo porque, aunque cada una tiene su papel en la organización y estructura de la narración, no todas son esenciales. Si nos fijamos en sus características, vemos que tanto las catálisis, como los informantes y los indicios son expansivos y excusables, es decir, pueden aumentarse o reducirse a placer sin que el sentido de la historia cambie en absoluto. En cambio, no podemos añadir ni eliminar uno solo núcleo sin producir una alteración importante, o sea, que son, por el contrario, finitos e ineludibles. A los efectos de contar el cambio de valor que experimenta la vida de un individuo y sus causas, resulta indiferente que el individuo en cuestión sea rubio o moreno, que viva en una u otra ciudad, que sea pobre o rico, que describamos estas circunstancias con todo detalle o que nos limitemos a mencionar que es rubio. Pero no es lo mismo chico invita a chica + ella acepta + en la cena inician un romance, que chico invita chica + ella acepta + en la cena ella le dice que está embarazada de otro + inician un romance. Se trata de otra historia. Una historia que, además, está pidiendo a gritos otro núcleo: entre la noticia del embarazo y el romance es preciso insertar al chico no le importa que ella esté embarazada, ya que si le importará no iniciarían el romance, con lo cual la historia sería completamente distinta. Es decir, que los informantes, indicios y catálisis son complementarios y prescindibles, mientras que los núcleos son esenciales e indispensables. De hecho, la historia reducida al máximo estaría constituida únicamente por sus núcleos.

6. Los saltos cualitativos

Por lo tanto, a la hora de seleccionar los elementos necesarios para contar la historia, debemos extraer ante todo los núcleos narrativos. Es decir, debemos fragmentar el material que hemos elaborado a partir de la idea inspiradora, separando, en primer lugar, las acciones (o sucesos) de los simples datos (o circunstancias), y después analizando cuáles de estos acontecimientos suponen un punto de inflexión que conduce desde el principio de la historia a su resultado final.

Estos acontecimientos, llamados también saltos cualitativos, puesto que suponen una variación repentina en el conjunto de cualidades o características de la historia, son los hechos significativos de los que no podemos prescindir. Son ellos los que deben guardar una relación de subordinación. Es en ellos donde van a surgir las preguntas que susciten la curiosidad del lector y sus respuestas; el pequeño cambio en los valores narrativos que hará avanzar la historia hacia su desenlace. Y, además, arrastrarán tras ellos a las demás categorías narrativas, porque una vez tengamos los núcleos de la historia, sabremos que otros enunciados tenemos que comunicar al lector.

La secuencia de saltos cualitativos una historia constituye su esqueleto, el armazón sobre el que vamos a tejer la trama de nuestra narración. Una vez los tengamos, podremos marcar el ritmo, incluyendo entre ellos más o menos catálisis; podremos determinar una atmósfera o un grado de intriga, por medio de los indicios que consideremos oportunos; y hasta podremos decidir que cualidades y antecedentes de los personajes es preciso que sepa el lector.

lunes, 25 de febrero de 2008

LAS IDEAS DETERMINANTES

1. La idea inspiradora.

Para empezar a contar una historia, partimos de algo que nos hace reflexionar sobre la vida y su sentido y, por alguna razón, estas reflexiones nos parecen tan interesantes que queremos compartirlas con los demás. Sin embargo, la idea originaria que dispara nuestra imaginación a veces no tiene mucho que ver con el resultado final de la narración. Su función es simplemente despertar lo que está oculto en el interior del autor: sus sentimientos, sus opiniones, sus convicciones e incluso sus obsesiones. Por esa razón, a esta primera idea que determina qué vamos a contar se la llama idea inspiradora.

La idea inspiradora puede ser cualquier cosa que sugiera algo a un escritor. Puede ser que la idea que llama la atención de un escritor a otro no le diga nada, pero también es cierto que una misma idea puede dar lugar a multitud de historias, tantas como escritores se inspiren en ella. Toda idea ofrece multitud de posibilidades narrativas y de entre todas ellas cada uno de los escritores escogerá las más significativas de acuerdo con su experiencia e idiosincrasia.

Imaginemos un hecho que puede servir de idea inspiradora para dos escritores de características opuestas, a los que llamaremos A y B: En una guerra cualquiera un batallón de soldados ha conseguido defender un puesto avanzado en inferioridad de condiciones hasta que llegó el resto de su ejército, cuando sólo quedaba un puñado de supervivientes. El escritor A, militarista convencido, que hace suyas las palabras “si vis pacem, para bellum”, la elige porque está impresionado por el valor demostrado por los resistentes. El escritor B, pacifista militante y lleno de fe en la bondad intrínseca de la naturaleza humana, porque está horrorizado por la muerte de tantos hombres. Tanto el uno como el otro, aunque por razones distintas, empezaran a darle vueltas a misma la idea: ¿Qué lleva a un hombre a luchar hasta la muerte?


De acuerdo con su concepción de la guerra, el escritor A basará sus reflexiones sobre la importancia estratégica de la posición y, como resultado, elegirá como protagonista al oficial que intenta mantener la disciplina y la cohesión entre los hombres a su mando, al que se imaginará como un sensato cabeza de familia dispuesto a sacrificar su vida con tal de salvaguardar la seguridad de los suyos, de forma que quizá llegue a la conclusión de que la guerra significa la muerte de muchos hombres buenos. El escritor B, en cambio, estará más interesado en las condiciones de vida de los combatientes y probablemente elegirá a un joven soldado bisoño, soportando los rigores del clima y de la escasez, enfrentado a la brutalidad del enemigo e incluso de sus propios camaradas, al que únicamente le sostiene el deseo de volver junto a la chica de la que está enamorado. Puestas las cosas así, quizá la historia muestre que en la guerra hay que elegir entre morir o matar.

¿Cuál de las dos versiones se ajusta más a lo que pasó en realidad? Pues seguramente ninguna de ellas, pero probablemente en las dos haya algo de verdad. Los soldados son hombres como los demás y entre ellos también hay padres de familia y jóvenes enamorados. Pero eso es indiferente. No estamos haciendo historia Lo importante, a efectos literarios, es que una misma anécdota real puede dar lugar a dos o más historias ficticias completamente diferentes. Y que, aún partiendo de sus propios parámetros, un autor militarista puede terminar hablando del horror de la guerra y un autor pacifista, de la ferocidad implícita en el instinto de supervivencia.

2. Los valores narrativos.

A medida que desarrolla la idea original, cada escritor recoge documentación, imagina anécdotas que recrean determinadas situaciones, coloca en ellas a personajes a los que ha dotado de un carácter que considera representativo e imagina sus reacciones, haciendo avanzar el curso de la historia. De esta forma, el mundo ficticio de la narración crece, los distintos acontecimientos se enlazan entre sí y la historia se construye a sí misma, hasta llegar al momento crucial de toda narración: el desenlace, ese cambio último que completa la historia.

El cambio final del personaje protagonista es uno de los elementos esenciales de toda historia. Este cambio es el inevitable producto de las decisiones que haya adoptado al enfrentarse con las fuerzas adversas en su viaje en busca del objeto que restaurará su equilibrio perdido. Independientemente de que este cambio sea para bien o para mal, sea material o espiritual, lo lleve a la madurez o a la locura, al final de la narración el personaje debe ser distinto a como era en un principio.

El cambio sufrido por el protagonista no consiste en meras modificaciones de su apariencia o de sus circunstancias personales, sino a un cambio significativo en la orientación de su vida, es decir, a un cambio expresado en relación con algún valor narrativo. Pero, cuidado: no estamos hablando de civismo o moralidad, y mucho menos de precio o de intrepidez, sino de condiciones o situaciones presentes en la vida del personaje que, en un momento dado, pueden cambiar a su contrario.

Los valores narrativos, en palabras de Robert McKee, son las cualidades universales de la experiencia humana que pueden cambiar de positivo a negativo o de negativo a positivo de un momento a otro, como, por ejemplo, vivo/muerto, amor/odio, verdad/mentira, y en general, todas esos conceptos o atributos que se pueden emparejar con su opuesto. Podrían ser morales (bueno/malo), éticos (bien/mal), religiosos (virtud/pecado), mundanos (elegancia/vulgaridad), sociales (tolerancia/intransigencia), cívicos (honradez/corrupción), médicos (salud/enfermedad), o de cualquier otra clase. Lo importante es que el paso de uno a otro produzca un cambio de positivo a negativo, o de negativo a positivo, en la vida del personaje.

De hecho, toda narración está compuesta de múltiples cambios, de tal forma que si analizamos la situación inicial de un personaje al principio de la historia y la comparamos con la situación final, deberíamos encontrar el arco de la historia, el gran abanico de cambios que lo han llevado gradualmente desde una a otra situación.

Ya sea de episodio en episodio, capítulo a capítulo o párrafo a párrafo, el autor va cambiando diferentes aspectos del personaje. Al principio, esos cambios son pequeños y podrían ser reversibles; a medida que avanza la acción, crecen en importancia hasta que, al llegar al final, o clímax narrativo, se produce un cambio completo e irreversible. Una vez hayamos descubierto el de nuestra historia, que no siempre es el que esperábamos, podremos dejar a un lado la brújula y empezar a dibujar el mapa de nuestra historia.




3. La idea controladora.

Aunque la adopción de un nuevo método de trabajo supone un gran avance, a menudo resulta descorazonadora porque implica que debemos empezar de nuevo. Para entonces, lo normal es haber escrito ya montones de páginas, en las que hemos empleado horas y horas, y ante la vista de tanto material, muchas veces inconexo, el lógico cansancio puede llegar a producirnos una sensación de mareo tal que llegamos a pensar que no somos capaces de hacernos con la historia. Sin embargo, si hemos tenido la voluntad y la constancia de seguirla hasta el final, en cuanto empecemos a hacer el mapa veremos que esto no es así. La historia está ahí. Simplemente, necesitamos ponerla en orden.

Volvamos, pues, al principio. Y en el principio está la idea. Pero no la idea inspiradora que habíamos seguido hasta este momento, sino de lo que McKee llama la idea controladora: una frase clara y coherente que exprese el significado último de la historia.

La función de la idea inspiradora, ese algo indeterminado que nos llama la atención y que despierta en nosotros el deseo de crear una historia, es la de poner en marcha la narración y seguir su evolución permitiéndonos descubrir todas sus implicaciones; debemos seguirla siempre que contribuya al crecimiento de la historia, pero si vemos que a medida que esta crece se aparta de la premisa original, más vale abandonarla.

Por el contrario, la idea controladora que conseguimos cuando nuestra narración llega a su desenlace expresa el sentido último de la historia, que no es el que el escritor quiera darle, por mucho que haya nacido de su visión del mundo, sino el que está implícito en la historia misma. Es decir, que el significado de una historia no depende de la voluntad del escritor, sino de la propia historia.

La idea controladora de una historia ya terminada debe poder expresarse en una única frase que describa el cómo y el por qué cambia en la historia la vida del personaje central. Para obtenerla debemos “trabajar hacia atrás”, comparando el final de la narración con el principio. Eso nos permitirá distinguir con claridad los dos componentes esenciales de ese cambio: a) El principal valor de la vida del protagonista que ha cambiado de signo a lo largo de la historia; y b) la causa primordial que ha provocado ese cambio de valor. Es decir, valor y causa. La frase compuesta de estos dos elementos expresará el significado profundo de la historia. En otras palabras, la historia nos dará su propio significado.

La idea controladora constituye la forma más pura del significado narrativo: condensa la visión de la vida del autor en el mensaje último que transmite a los lectores y permite a éstos asimilarlo a sus vidas. De ahí que toda la narración esté supeditada a ella y en adelante debemos adoptar nuestras decisiones de forma que todos los elementos narrativos utilizados al contar la historia contribuyan a modelarla alrededor de esa idea central. Es decir, que ha llegado el momento de examinar todo ese material que tenemos acumulado, descartar todo aquello que no aporte nada a nuestra historia (por mucho que haya párrafos maravillosos) y quedarnos sólo con lo que conduzca a plasmar nuestra idea controladora.

Sólo si conseguimos que cada frase del diálogo y cada línea de descripción produzcan un cambio en un comportamiento o en una acción, o creen las condiciones que permitan que se produzca dicho cambio, de tal forma que todos esos cambios sumados conduzcan irremediablemente al gran cambio final, podremos estar seguros de que la historia expresará la emoción que queremos sugerir.